"Quizá ésa es, de alguna manera, la ventaja que ofrece la inocencia
infantil, la naïveté de la niñez. Quizá el no tener plena conciencia de
la gravedad de lo que vivíamos me permitió ser feliz".
Cuando Alberto era un niño de 6 años, de la noche a la mañana, se tuvo
que hacer cargo de su familia y transformarse en el hombre de la casa. Los
nazis arrebataron del hogar a Efraim, su padre, llevándoselo a un campo de
trabajos forzados.
Y siendo un niño de seis años aprendió a comer poco, o a no hacerlo. A
ser el bastión en que Sofía, su madre, se apoyaba cuando el miedo la paralizaba.
A cuidar a Salomón, su hermano, tal como se lo prometió a su padre.
En un abrir y cerrar de ojos la vida les cambió de golpe. Miles de dudas
y de miedos los embargaban. No sabían si volverían a ser 4. Se animaron a ser
fuertes, a confiar, a creer que todo pasaría… pero corría el tiempo, y no
pasaba.
La Segunda Guerra Mundial los atrapó, los engulló, los minimizó.
Su único pecado… ser judíos en Bulgaria. A pesar de que el maravilloso pueblo búlgaro y la Iglesia Cristiana Ortodoxa, los defendió con tenacidad y firmeza
Aún así, su mundo se transformó.
Se quedaron vacíos ante la soledad que era no tener con ellos a Efraim.
Se volvieron temerosos sin la presencia férrea y el brazo poderoso que
siempre los
había defendido.
La tristeza brotó, ante la falta de risas, que fueron desapareciendo de
a poco.
Con hambre perenne por el racionamiento macabro que dejaba estremeciendo
sus
entrañas.
Se transformaron en errantes de un momento a otro. Teniendo que dejar su
hogar, su Varna tan amada, sus pertenencias preciadas, quizá no por el valor,
sino por lo que representaban. Dejando la casa que tanto amaban y donde se
sentían seguros y arropados. Diciendo adiós desde el alma a su “Morska
Gradina”, y llevándose solamente una maleta por persona.
Pero a pesar del dolor, de la incertidumbre y del miedo… la fe seguía
intacta. Y eso fue lo que les permitió seguir allá donde sus pasos los llevaron,
y a Efraim, sobrevivir aquel calvario de trabajo, enfermedad y muerte.
Y fue la fuerza del amor la que los mantuvo, la que los contuvo y la que
les permitió seguir cuando parecía que ya no había aliento, cuando se sentían
desfallecer, cuando el miedo los dejaba inmovilizados.
Fue el amor el que les permitió volver a estar, volver a ser, a hacer, a
crecer, a soñar y a seguir viviendo.
Fue el amor el motor que los incitó a borrar el pasado para poder andar
hacia un nuevo futuro… aunque no a todos.
Y el amor fue la fuerza movilizadora que los impulsó a luchar hasta las
últimas consecuencias y empezar de cero, lejos... pero juntos.
Siempre extrañando su Varna amada, su Jardín del mar, su Mar Egeo… pero
siempre agradeciendo el seguir unidos, vivos.
Los ojos de un niño nos llevan desde la tristeza más profunda, hasta la
alegría inconmensurable. Del miedo más atroz a la esperanza de renacer. De
vivir en la oscuridad, a volver a ver el brillo del sol.
La historia de Alberto, el padre de la escritora, narrada con una prosa
majestuosa, una cadencia perfecta y una intensidad maravillosa.
Y el crecimiento de Sophie como escritora, es impresionante. De sus “Lunas
de Estambul”, libro que amo y he recomendado y regalado varias veces, a éste, se
nota un progreso enorme en su narrativa.
¡Hermoso libro, hermoso!
¡Un libro que recomiendo totalmente!
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